jueves, 20 de octubre de 2011

Lugar común y bien común

Soy común como un cereal con leche,
como una sonrisa fingida en cualquier político,
como una noche imaginada con luna,
como una persona que le gusta el chocolate,
como un corazón dibujado representando algún amor,
como una noche de viernes con alcohol,
como el gatito que maúlla en las noches solitarias,
como la que finge una sonrisa en un concurso de miss universo,
como las lágrimas de un desamor,
como las telarañas guardadas en una esquina,
como una niña que salta entre la lluvia,
como un libro con letras muertas,
como el reflejo en el espejo,
como un pecado en noche santa.

Yo soy común; me gusta el chocolate,
a veces finjo la sonrisa y a veces no.
Soy tan común que me disuelvo en el aire
y en el tiempo.
Tan común que tengo fecha de expiración.
Tan común que tengo dientes en la sonrisa,
común como un bicho que produce asco.
Común como la comezón de un gato con pulgas.

Común como estas letras que se borrarán y dejaran de existir.
Común hasta en la la tristeza.

lunes, 3 de octubre de 2011

Ácido de luna

Se ha muerto la paciencia en cada una de las nuevas cicatrices que aparecen en mi rostro. Sin embargo siento en cada grave palabra el suspiro que intenta salir y cómo se ahoga en la garganta.

La casi terrible necesidad de elevarme de estas tierras llenas de muertos, vivos y espectros, el matiz en mi cara se vuelve cada vez más seco y cubierto por pedazos de estrellas que son, más bien, rocas porosas. Se sentían las estrellas en mis manos y tan sólo unas gotitas luz las incentivan a encenderse. Un buen día se me ocurrió tallarlas, un día de esos en los que no sobra la pasión desbordada de manera sustantivada que sólo aparece para cambiar las cosas. Las tallé hasta que ardieron mis manos.
Hoy, con el aire oxidado en mis mejillas sentí la incontenible necesidad de masticar la luna, de retenerla en mi boca hasta que se derritiera y chorreara de entre mis labios su dolor ocre. Secuestrarla en mi boca; derretida, añejada y desterrada. Con su agudo sabor a piña agria, desbaratándome el paladar; entre seños fruncidos y pedazos de carne. Que me escaldara la lengua y se me quedara en las encías con su asombroso color de sol, desvanecido por el espacio y la soledad.
Justo cuando supe lo que podría hacer traté poseer los silencios, que mis sosas palabras se quedaran entre los sepulcros de los hombres. Tener entre mis manos el silencio, moldearlo, secarlo, morderlo, zarandearlo, hacer que jugara con las palmas estrelladas de mis manos. Tenerme a mí y nada más.
También deseé tener el poder de matar a las ingenuas cucarachas que andan con sus patitas martillándome los oídos, que defecan en mi cerebro, deshacer esas imprudentes que andan haciendo su escalera a las estrellas para pervertirlas, llenarlas de esa “cualidad” tan peculiar; no morir a pesar de que el polvo intente comerlas, su don de supervivencia. Llenarlas de excremento para adecuarlas a sus necesidades.
Y las estrellas que se oscurecen para que esos pequeños seres pseudo-inmortales introduzcan las patas en su núcleo.
Espero que jamás lleguen a hacer una escalera tan grande.

Cambié mis letras por las de alguien más, deje mis monóxidos por intentar suspirar los de alguien más.